En esa estela, la dictadura quiso también encumbrar artificialmente a un muchachote vasco, José Manuel Ibar 'Urtain', para convertirlo en un nuevo mito nacional, una especie de Mike Tyson del franquismo, y adornarse así con su leyenda. El problema es que Urtain, el típico chicarrón vascorro levantapiedras, era muy fuerte, sí, pero carecía de técnica e inteligencia boxística, no tenía juego de piernas, era lento, se agotaba rápidamente cuando el combate se prolongaba más allá del segundo o tercer asalto, jadeando como un perro después de una carrera y, para colmo, era adicto a las juergas, las mujeres y el alcohol y tenía alergía a la disciplina y los entrenamientos.
Solución: le pusieron enfrente una serie de paquetes más o menos forzados para lanzar su carrera, hombres sin la menor idea de boxeo, entre los que figuraban camioneros, camareros o simples aficionados al gimnasio dispuestos a recibir un par de golpes a cambio de unos buenos billetes. De ese modo, el 'morrosko' pudo cosechar una larga serie de triunfos de pacotilla y crear con él una leyenda que la dictadura supo explotar hasta la náusea, pese a que era vox populi que los supuestos éxitos estaban plagados de tongos, quizá sin que él mismo fuera consciente de ello... siempre fue un noble bruto manejado por una bandada de buitres. Pero claro, pasada esa etapa y en cuanto empezó a enfrentarse a unos cuantos boxeadores de verdad, el mito se vino abajo, quedando finalmente como un juguete roto.
Hace justo 30 años, el 21 de julio de 1992, cuatro días antes de la inauguración de los JJ OO de Barcelona, el levantapiedras metamorfoseado en boxeador y zarandeado por el alcoholismo, los problemas matrimoniales y las deudas, tiró definitivamente la toalla y dimitió de la vida lanzándose al vacío desde un 10º piso en Madrid.
No está de más recordar este capítulo de la historia del boxeo español.
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